lunes, 21 de mayo de 2012

Recortes, crecimiento, Syriza ; por Carlos Taibo



Como a menudo sucede, la lógica argumental del sistema nos obliga a elegir entre dos opciones que no pueden ser las nuestras. Si la primera --hablo del principal debate que se revela hoy en los países que tienen el euro como moneda-- señala que no queda más remedio que asumir  recortes dramáticos del gasto público, la segunda entiende que lo anterior es un error y que esos recortes deben limarse para permitir que las economías recuperen la senda del crecimiento. Mientras la señora Merkel abrazaría la primera posición, el recién elegido presidente francés, Hollande, postularía la segunda. Entrampados como estamos entre esas dos opciones, pareciera como si no hubiese ningún horizonte diferente.

        Está claro por qué hay que rechazar la primera de las perspectivas anotadas. Los recortes mencionados obedecen al evidente propósito de hacer que paguen justos por pecadores. Y es que en la esencia del juego de hoy lo que se asoma es una formidable estafa: quienes, a través de prácticas lamentables, han provocado un engordamiento espectacular de la deuda privada han recibido sumas ingentes de recursos públicos para sanear sus instituciones financieras. El efecto ha sido doble: mientras, por un lado, con el dinero de todos --y de la mano de un engrosamiento notable, de resultas, de la deuda pública-- se han saneado inmorales empresas privadas, por el otro estas últimas, gracias a los recursos recibidos, han impuesto reglas del juego de obligado cumplimiento, traducidas en retrocesos significativos en el gasto público en sanidad, educación y pensiones.    
  
        Acaso no es tan evidente, en cambio, por qué hay que poner mala cara ante la segunda opción que nos ocupa. Nadie negará que parte de una premisa fundamentada: la  política de recortes, sobre el papel encaminada a permitir que la crisis quede atrás, traba poderosamente cualquier recuperación económica y, como tal, prima con descaro los intereses privados y nos emplaza ante una recesión prolongada. No faltan, sin embargo, los problemas en esta segunda opción. Si así se quiere, son fundamentalmente tres. El primero es que la perspectiva que nos ocupa, aberrantemente cortoplacista, sólo parece interesarse por la crisis financiera y deja en el olvido las otras crisis que están en la trastienda. En ese sentido prefiere esquivar la conclusión de que el crecimiento económico no es esa panacea resolutora de todos los males que retrata el discurso oficial: poco o nada tiene que ver con la cohesión social, mantiene una nebulosa relación con la creación de empleo, propicia el despliegue de formidables agresiones medioambientales, facilita el agotamiento de recursos escasos, se asienta a menudo en el expolio de la riqueza humana y material de los países del Sur, y, en suma, apuntala un genuino modo de vida esclavo que nos invita a confundir sin más consumo y bienestar.     

        Hora es ésta de mencionar un segundo problema en la percepción que hace de la recuperación del crecimiento el objetivo fundamental. Da por supuesto que si el PIB vuelve a crecer se resolverán mágicamente la mayoría de los ingentes problemas sociales en los que estamos inmersos. Nos topamos aquí con una superstición más. Si la economía española era 100 en 2007, antes del estallido de la crisis financiera, hoy se emplaza en un 97. Con estas dos cifras en la mano, no parece que el deterioro sea tan notable como se nos sugiere. Lo que debiera preocuparnos no es el retroceso de tres puntos en la riqueza general, sino, antes bien, la distribución, cada vez más desigual, de esa riqueza. Y, sin embargo, esta dimensión queda en un segundo plano, absorbida por la intuición de que los problemas de los de abajo se diluirán en la nada si el crecimiento económico reaparece. Nada más lejos de la realidad. Hay que afirmar con rotundidad, antes bien, que en un escenario en el que en el Norte opulento hemos dejado muy atrás las posibilidades medioambientales y de recursos que la Tierra nos ofrece, podremos vivir mejor con 80 --no con 120, con 100 o con 97-- si somos capaces de reorganizar nuestras sociedades y de redistribuir la riqueza. Salir del capitalismo se impone al respecto, claro, como urgencia.   

        Dejemos constancia, en fin, del tercer problema que acosa a la propuesta que parece abrazar el nuevo presidente francés y, con él, el conjunto de la socialdemocracia, declarada o encubierta. Me refiero a la ilusión óptica de que podemos, sin más, regresar a la aparente bonanza anterior a 2007. Esta pretensión ignora palmariamente que lo que hoy arrastramos no es sino una consecuencia lineal de lo que teníamos entonces. Se nutre, por lo demás, de la conclusión de que el papel de la izquierda progresista debe estribar en obligar al capital a reconstruir la regulación que ha ido tirando por la borda en los últimos decenios. En tal sentido sigue sin concebir otro horizonte que el del capitalismo y defiende sin cautelas una institución, los Estados del bienestar, que, junto a sus innegables virtudes, se muestra inseparable de la lógica de fondo de aquél, se asienta de siempre en fraudulentos pactos sociales, reclama por necesidad la lógica seudodemocrática de la representación, ratifica una economía de cuidados que castiga indeleblemente a las mujeres, ninguna solidaridad preconiza en lo que se refiere a los países del Sur y, en fin, parece difícilmente sostenible en el terreno ecológico. Qué llamativo es que en el discurso de la izquierda progresista, obsesionada en estas horas con el crecimiento y desentendida de la distribución --véase, si no, la patética propuesta cotidiana de Alfredo Pérez Rubalcaba--, falten siempre las palabras autogestión y socialización, no se aprecie ningún guiño encaminado a la creación de espacios de autonomía con respecto a la lógica del capital y la contestación del orden de la propiedad existente brille, en suma, por su ausencia. En semejantes condiciones, la apuesta consiguiente apunta a resolver algunos problemas de corto plazo a costa de agudizar de forma preocupante todos los demás.   

        La afirmación de que hemos vivido por encima de nuestras posibilidades, tan común en los últimos tiempos, tiene un significado diferente si antes se ha enunciado una crítica cabal de la miseria en la que estamos inmersos o si, por el contrario, semejante crítica no se ha abierto camino. Mientras en el primer caso remite a una realidad reconocible --es verdad que en el Norte opulento hemos vivido por encima de lo que el planeta y la equidad nos permiten--, en el segundo se traduce en una genuina estafa moral: quien ha vivido por encima de sus posibilidades es el señor Botín. La disputa correspondiente tiene algún eco en otra que se refiere a la idoneidad del término austeridad para describir nuestras opciones. Una cosa es que rechacemos --no puede ser de otra manera-- las políticas de austeridad que se nos imponen al servicio de los intereses del capital, y otra que no nos percatemos de la necesidad de asumir, quienes podamos, en nuestra vida cotidiana y en nuestras respuestas colectivas, fórmulas de sobriedad y de sencillez voluntarias. 

        Bueno sería que de todo lo anterior tomasen nota los amigos de Syriza en Grecia. No deseo ignorar en modo alguno que la coalición de izquierda radical griega ha hecho suyas propuestas programáticas muy sugerentes. Mucho me temo, sin embargo, que si, además de seguir blandiendo el fetiche del euro, Syriza asume de buen grado la perspectiva hollandiana de encaramiento de la crisis, la del crecimiento, la conclusión estará servida: bien podemos hallarnos ante el enésimo retoño de una miseria, la socialdemócrata, que se niega a abandonarnos. 

jueves, 10 de mayo de 2012

EL TRIBUNAL SUPREMO VIOLA EL DERECHO INTERNACIONAL


 por José Manuel Martín Medem

Amnistía Internacional acumula argumentos contra los tres poderes (ejecutivo, legislativo y judicial) para demostrar que “España está incumpliendo sus obligaciones internacionales respecto al derecho a la justicia de las víctimas y al deber de investigar los crímenes de derecho internacional cometidos durante la guerra civil y el franquismo”. Y anima al poder judicial argentino a “continuar la investigación sobre los hechos atroces de genocidio y/o lesa humanidad durante dicho periodo”.

En su informe Casos cerrados, heridas abiertas, denuncia que “no se garantizan a las víctimas (y a sus familiares) de la guerra civil y del franquismo los derechos humanos relativos al acceso efectivo a la justicia que incluye la obligación del Estado de investigar, el derecho a saber y el derecho a una reparación”. 

AI reclama al gobierno y al Parlamento la anulación de la ley de amnistía, añadiendo que el poder judicial “debe confirmar en sus fallos que los crímenes de derecho internacional no se hallan sujetos ni a amnistía ni a prescripción”.
La organización de defensa de los derechos humanos considera que el archivo de las denuncias “se ha basado en criterios contrarios al derecho internacional” y acusa al Tribunal Supremo de imponer “una incorrecta interpretación del principio de legalidad penal, de la prescripción, de la ley de amnistía y de la ley de memoria histórica”. 

El TS, sostiene AI, “debería rectificar y realizar una interpretación del principio de legalidad conforme al derecho internacional”.
En relación con la querella tramitada en Argentina (que se argumenta por “la denegación de justicia en España”), AI defiende la aplicación de la jurisdicción universal porque “la alegación de la fiscalía española de que se están investigando los crímenes de lesa humanidad no se ajusta a la verdad de los hechos”.

domingo, 6 de mayo de 2012

Que no se apague la luz: con el 15-M, por Carlos Taibo



Si en las filas del 15-M hay una figura personal que me molesta, ésa es la del cenizo: la de quien no ve sino problemas e insuficiencias en un movimiento que, a mi entender, es lo mejor, y lo más esperanzador, que hemos tenido en decenios.  Pese a todos los efectos que podamos atribuirle, sus virtudes despuntan con claridad: ha propiciado la forja de una nueva identidad contestataria, ha dado alas a muchas iniciativas afines, ha colocado en la agenda debates que el sistema había intentado arrinconar, ha conferido dignidad a la perspectiva de la asamblea y de la autogestión, y, por encima de todo, ha permitido que muchas gentes descubran que pueden hacer cosas que parecían no estar a su alcance. 

        A la plaga de los cenizos se ha sumado a menudo la de quienes han preferido hablar sin saber. Son los mismos que han identificado, sin margen para la duda, un declive irreversible en el movimiento del 15 de mayo. No creo equivocarme si afirmo que semejante visión es tributaria de las distorsiones que alimentan los medios de incomunicación del sistema. A los ojos de éstos el 15-M sólo interesa cuando de por medio se revela la convocatoria de alguna macromanifestación o cuando hay hechos violentos en la trastienda. 

Tengo la firme convicción, sin embargo, de que el futuro del movimiento se dirime, antes bien, de la mano del trabajo, casi siempre sórdido y poco vistoso, registrado en barrios y pueblos. Y en este terreno el 15-M permanece afortunadamente vivo, pero que muy vivo. He conocido con el paso de los años muchos movimientos que tienen una enorme capacidad de convocatoria y una nula disponibilidad para cambiar el mundo, como los he conocido que, incapaces de sacar a nadie a la calle, modificaban cada día, y para bien, las relaciones humanas. A título provisional estoy convencido, con todo, de que el 15-M no se ajusta convincentemente a ninguna de esas dos categorías: porque si, por un lado, arrastra una notabilísima capacidad de convocatoria --lo certificaremos una vez más en unos días--, por el otro está haciendo lo que puede, y más, para esparcir la semilla de la subversión entre nosotros. 
Nada de lo dicho implica que el movimiento del 15 de mayo no tenga sus problemas. Uno de ellos, de cariz general, nos recuerda que son muchas las gentes que simpatizan con el 15-M pero no están dispuestas a dar el paso de sumarse francamente a las iniciativas de aquél; algo tendremos que tramar al respecto. Tampoco está de más señalar que la presencia del movimiento en el mundo del trabajo y en la vida rural sigue siendo lamentablemente liviana. Por si poco fuera, ancianos, adolescentes e inmigrantes no parecen sentirse plenamente atraídos por el 15-M.
Aun con ello, anuncio mi firme convencimiento de que el movimiento dispone de personas y de mimbres más que suficientes para convertirse en plenitud en algo que ya es parcialmente: una instancia que en todos los órdenes de la vida promueve el horizonte de la asamblea y de la autogestión para hacer frente al capitalismo desde la perspectiva de la lucha antiproductivista, del combate antipatriarcal y de la solidaridad internacionalista. Para fortalecer ese proyecto, y para dar réplica a la ignominia que abrazan nuestros gobernantes, bueno será que nos hagamos presentes en calles y plazas el 12 de este mes. Y que el día siguiente no olvidemos que ahí están nuestras asambleas.