Como a
menudo sucede, la lógica argumental del sistema nos obliga a elegir entre dos
opciones que no pueden ser las nuestras. Si la primera --hablo del principal
debate que se revela hoy en los países que tienen el euro como moneda-- señala
que no queda más remedio que asumir
recortes dramáticos del gasto público, la segunda entiende que lo
anterior es un error y que esos recortes deben limarse para permitir que las
economías recuperen la senda del crecimiento. Mientras la señora Merkel
abrazaría la primera posición, el recién elegido presidente francés, Hollande,
postularía la segunda. Entrampados como estamos entre esas dos opciones,
pareciera como si no hubiese ningún horizonte diferente.
Está claro por qué hay que rechazar la
primera de las perspectivas anotadas. Los recortes mencionados obedecen al
evidente propósito de hacer que paguen justos por pecadores. Y es que en la
esencia del juego de hoy lo que se asoma es una formidable estafa: quienes, a
través de prácticas lamentables, han provocado un engordamiento espectacular de
la deuda privada han recibido sumas ingentes de recursos públicos para sanear
sus instituciones financieras. El efecto ha sido doble: mientras, por un lado,
con el dinero de todos --y de la mano de un engrosamiento notable, de resultas,
de la deuda pública-- se han saneado inmorales empresas privadas, por el otro
estas últimas, gracias a los recursos recibidos, han impuesto reglas del juego
de obligado cumplimiento, traducidas en retrocesos significativos en el gasto
público en sanidad, educación y pensiones.
Acaso no es tan evidente, en cambio, por
qué hay que poner mala cara ante la segunda opción que nos ocupa. Nadie negará
que parte de una premisa fundamentada: la
política de recortes, sobre el papel encaminada a permitir que la crisis
quede atrás, traba poderosamente cualquier recuperación económica y, como tal,
prima con descaro los intereses privados y nos emplaza ante una recesión
prolongada. No faltan, sin embargo, los problemas en esta segunda opción. Si
así se quiere, son fundamentalmente tres. El primero es que la perspectiva que
nos ocupa, aberrantemente cortoplacista, sólo parece interesarse por la crisis
financiera y deja en el olvido las otras crisis que están en la trastienda. En
ese sentido prefiere esquivar la conclusión de que el crecimiento económico no
es esa panacea resolutora de todos los males que retrata el discurso oficial:
poco o nada tiene que ver con la cohesión social, mantiene una nebulosa
relación con la creación de empleo, propicia el despliegue de formidables
agresiones medioambientales, facilita el agotamiento de recursos escasos, se
asienta a menudo en el expolio de la riqueza humana y material de los países
del Sur, y, en suma, apuntala un genuino modo de vida esclavo que nos invita a
confundir sin más consumo y bienestar.
Hora es ésta de mencionar un segundo
problema en la percepción que hace de la recuperación del crecimiento el
objetivo fundamental. Da por supuesto que si el PIB vuelve a crecer se
resolverán mágicamente la mayoría de los ingentes problemas sociales en los que
estamos inmersos. Nos topamos aquí con una superstición más. Si la economía
española era 100 en 2007, antes del estallido de la crisis financiera, hoy se
emplaza en un 97. Con estas dos cifras en la mano, no parece que el deterioro
sea tan notable como se nos sugiere. Lo que debiera preocuparnos no es el
retroceso de tres puntos en la riqueza general, sino, antes bien, la
distribución, cada vez más desigual, de esa riqueza. Y, sin embargo, esta
dimensión queda en un segundo plano, absorbida por la intuición de que los
problemas de los de abajo se diluirán en la nada si el crecimiento económico
reaparece. Nada más lejos de la realidad. Hay que afirmar con rotundidad, antes
bien, que en un escenario en el que en el Norte opulento hemos dejado muy atrás
las posibilidades medioambientales y de recursos que la Tierra nos ofrece,
podremos vivir mejor con 80 --no con 120, con 100 o con 97-- si somos capaces
de reorganizar nuestras sociedades y de redistribuir la riqueza. Salir del
capitalismo se impone al respecto, claro, como urgencia.
Dejemos constancia, en fin, del tercer
problema que acosa a la propuesta que parece abrazar el nuevo presidente
francés y, con él, el conjunto de la socialdemocracia, declarada o encubierta.
Me refiero a la ilusión óptica de que podemos, sin más, regresar a la aparente
bonanza anterior a 2007. Esta pretensión ignora palmariamente que lo que hoy arrastramos
no es sino una consecuencia lineal de lo que teníamos entonces. Se nutre, por
lo demás, de la conclusión de que el papel de la izquierda progresista
debe estribar en obligar al capital a reconstruir la regulación que ha ido
tirando por la borda en los últimos decenios. En tal sentido sigue sin concebir
otro horizonte que el del capitalismo y defiende sin cautelas una institución,
los Estados del bienestar, que, junto a sus innegables virtudes, se muestra inseparable
de la lógica de fondo de aquél, se asienta de siempre en fraudulentos pactos sociales,
reclama por necesidad la lógica seudodemocrática de la representación, ratifica
una economía de cuidados que castiga indeleblemente a las mujeres, ninguna solidaridad
preconiza en lo que se refiere a los países del Sur y, en fin, parece difícilmente
sostenible en el terreno ecológico. Qué llamativo es que en el discurso de la izquierda
progresista, obsesionada en estas horas con el crecimiento y desentendida
de la distribución --véase, si no, la patética propuesta cotidiana de Alfredo
Pérez Rubalcaba--, falten siempre las palabras autogestión y socialización,
no se aprecie ningún guiño encaminado a la creación de espacios de autonomía
con respecto a la lógica del capital y la contestación del orden de la
propiedad existente brille, en suma, por su ausencia. En semejantes
condiciones, la apuesta consiguiente apunta a resolver algunos problemas de
corto plazo a costa de agudizar de forma preocupante todos los demás.
La afirmación de que hemos vivido por
encima de nuestras posibilidades, tan común en los últimos tiempos, tiene un
significado diferente si antes se ha enunciado una crítica cabal de la miseria
en la que estamos inmersos o si, por el contrario, semejante crítica no se ha
abierto camino. Mientras en el primer caso remite a una realidad reconocible
--es verdad que en el Norte opulento hemos vivido por encima de lo que el
planeta y la equidad nos permiten--, en el segundo se traduce en una genuina
estafa moral: quien ha vivido por encima de sus posibilidades es el señor
Botín. La disputa correspondiente tiene algún eco en otra que se refiere a la
idoneidad del término austeridad para describir nuestras opciones. Una
cosa es que rechacemos --no puede ser de otra manera-- las políticas de
austeridad que se nos imponen al servicio de los intereses del capital, y
otra que no nos percatemos de la necesidad de asumir, quienes podamos, en
nuestra vida cotidiana y en nuestras respuestas colectivas, fórmulas de
sobriedad y de sencillez voluntarias.
Bueno sería que de todo lo anterior
tomasen nota los amigos de Syriza en Grecia. No deseo ignorar en modo alguno
que la coalición de izquierda radical griega ha hecho suyas propuestas
programáticas muy sugerentes. Mucho me temo, sin embargo, que si, además de
seguir blandiendo el fetiche del euro, Syriza asume de buen grado la
perspectiva hollandiana de encaramiento de la crisis, la del crecimiento, la
conclusión estará servida: bien podemos hallarnos ante el enésimo retoño de una
miseria, la socialdemócrata, que se niega a abandonarnos.
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