La segunda ofensiva se ha desplegado con singular fuerza en los últimos días. Tengo delante un ejemplar del diario El País del jueves 16 de mayo, el día siguiente al de los hechos que se sucedieron en los alrededores del parlamento catalán. Lo más normal que hay en unas páginas inundadas de intoxicación y dobleces es la pastoral sugerencia de que no puede confundirse el todo de un movimiento pacífico con la parte de unos presuntos manifestantes entregados a la violencia. Interpreto esas páginas como una declaración de guerra contra unas gentes que, tras demostrar sobradamente que van en serio y que tienen cuerda para rato, han empezado a resultar inevitablemente molestas.
Creo que en estas horas, y a la vista de lo que recogen varias filmaciones que han corrido por ahí, no hay motivo para la duda en lo que se refiere a la presencia de provocadores policiales en muchas concentraciones y acampadas. Pero, más allá de ello, me resulta imposible dejar de lado lo que ya sabíamos gracias a lo ocurrido al calor de muchas de las manifestaciones que, en los últimos años, han contestado la miseria de la globalización capitalista. Esos lamentables medios de incomunicación que padecemos concentraban su atención en el apedreamiento del escaparate de unos grandes almacenes para, consciente y pundonorosamente, olvidar todo lo demás. Y entre todo lo demás que olvidaban estaba, claro, la violencia constante que caracteriza a los sistemas que padecemos: la de muchos empresarios sobre sus trabajadores, la de tantos varones sobre sus mujeres, la de nuestros policías sobre los sin papeles, la que todos desarrollamos contra la naturaleza y, por dejarlo ahí, la que asume la forma de genuinas guerras de rapiña encaminadas a privar de recursos básicos a los pueblos más pobres. Hoy como ayer este culpable y llamativo olvido merece nuestra repulsa más enérgica, que no podemos hacer otra cosa que trasladar a tantos profesionales del periodismo que, con toda certeza, podrían hacer mucho más de lo que hacen.
Tengo que prestar atención, por lo demás, a un episodio singular: lo que ocurrió con Cayo Lara, una persona respetable, en la mañana del miércoles 15, con ocasión de una concentración que, en Madrid, permitió frenar un desahucio. El País, el inefable El País, tituló así la noticia correspondiente: ‘Un desahucio menos, una agresión más’. Un indicador sólido del nerviosismo que acosa a los circuitos oficiales lo aporta, por cierto, el hecho de que El País acuda en presunta defensa del coordinador general de Izquierda Unida. Quién te ha visto y quién te ve. Malo es que haya quien prefiera ignorar lo que ocurrió: nadie reprochó a Lara que estuviese presente en la concentración que me ocupa. ¡Faltaría más! Los reproches --y lo que el sistema entiende que es un reprobable acto de violencia: le arrojaron agua al afectado-- surgieron cuando Lara no apreció problema alguno en responder a las preguntas que le realizaban los periodistas. Nuestros dirigentes políticos, incluidos los más sensatos, no parecen percatarse de que las cosas están cambiando rápidamente y de que al militante de a pie --no hay otro-- del movimiento 15-M le repugna que alguien se arrogue la facultad de representarlo. Hay quien dirá, claro, con argumento nada despreciable, que buena parte de la culpa de lo sucedido corresponde, una vez más, a los periodistas, que al parecer sobreentienden que nada de interés pueden decir los ciudadanos comunes y que, de resultas, se impone dar la palabra a un responsable político o a un santón intelectual. La orgullosa vena libertaria del ’no nos representan’ saltó como un resorte afortunado. Y lo hizo de tal manera que no me cabe duda de que Cayo Lara ha tomado buena nota.
Sólo me queda enunciar una firme convicción: la de que también en este terreno nos adentramos en un mundo diferente del que hemos conocido durante demasiados años. Si antes la violencia ejercida contra los movimientos contestatarios poco más provocaba que miedo y retirada, ahora suscita una franca voluntad de cerrar filas en torno a la contestación. Y se convierte en un interesante estímulo para ésta.
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